Sombras de la China

jueves, 21 de febrero de 2008

Edvard Munch, El Grito



"No quiero la terrible limitación del quevive tan sólo de aquello capaz
de tener sentido.Yo no: quiero una verdad inventada"

CLARICE LISPECTOR

















Dicen que un artista famoso del primer rock‘n roll de los años 50’, en la penumbra de una habitación, un camarín, o cualquier otro sitio, encendía una lámpara, la dirigía hacia la pared y se interponía entre la luz de la lámpara y la pared, consiguiendo ver una sombra de sí mismo dibujada en la superficie de ésta última. Solía entonces sentarse por horas a hablar con su sombra, la interrogaba, la interpelaba, y entre sus propios silencios oía lo que su sombra decía y articulaba sus respuestas…

Leo en uno de mis viejos cuadernos de notas un boceto para un texto: “Verónica es el nombre de mi personaje. Un límite, una línea divisoria, el borde de una cornisa: el terror a no ser, a desaparecer sin haber vivido. Entiende que vivir tiene como única acepción posible: ser”

La sombra en la pared o la aceptación de la palmada en la espalda, la tarjeta de socio del club, un trabajo decente, el sueldo a fin de mes y el auto en cuotas.

Una vez más una hebra de mi ovillo en otro cuaderno: “Cualquier cosa antes que esta soledad que me está pudriendo los huesos.”

Una mordedura de araña: ser uno más a costa de renunciar a la sombra en la pared. Porque nadie se siente cómodo sentado al lado de un tipo que alucina. Aunque sea un simulacro de felicidad: una paz pactada a fuerza de renuncias.

Toda mi vida ha sido querer adaptarme a esto sin sentir en exceso su crudeza y su abyección (*)

Y entonces se me hace necesario renunciar a la renuncia: la máscara sería inmensamente menos enojosa. Y sin embargo ese camino nunca me acercaría al gerundio, me herrumbraría en el simple atavismo, en la apenas caricatura grosera que no conforma y corroe.

Un cristal se rompe. Despierto. Oigo mi grito. Quiero una verdad soberana: dibujo entonces una sombra chinesca en la pared. Y ella me responde.

(*) Fernando Pessoa, Libro del desasosiego